sábado, 4 de abril de 2020

Submarinos en la guerra de Malvinas


Submarinos en Malvinas : La guerra que no se vió

Debajo de las aguas del Atlántico Sur se libró, durante el conflicto de 1982, una batalla invisible y desigual de la que hasta ahora no se conocía prácticamente nada: los poderosos submarinos británicos contra dos vetustos sumergibles argentinos. Esta investigación revela que, aún así, la Argentina no estuvo lejos de asestar los golpes que podrían haber torcido el rumbo de la guerra.

Por Alejandro Amendolara

A comienzos de 1982, la fuerza submarina de la Armada argentina se encontraba en etapa de transición, con un inventario más bien modesto: sólo cuatro unidades. Dos de ellas eran veteranos sumergibles del Tipo Guppy, de origen norteamericano, construidos a fines de la Segunda Guerra Mundial y transferidos a la Argentina en 1971: el ARA Santiago del Estero, que había agotado su vida útil y esperaba pacientemente el fin de sus días en el calor de algún horno de fundición, y su gemelo, el ARA Santa Fe, aún en servicio, pero que atravesaba dificultades casi análogas.

Para entonces, y como reemplazo de estas unidades, se estaban construyendo en Alemania Federal modernos submarinos Tipo TR-1700, mientras que en el país se inauguraba oficialmente el Astillero Domecq García, una enorme planta modelo pensada para construir localmente -nunca lo haría- varias unidades más de este tipo. La primera unidad tenía que ser entregada en 1984. Demasiado tarde.

Dos contra todos

La respuesta argentina a la Real Armada Británica, que dentro de la NATO tenía un rol específico en la guerra antisubmarina, quedaría entonces a cargo de los sumergibles convencionales Tipo 209 ARA San Luis y ARA Salta, construidos en secciones en Alemania, ensamblados en nuestro país e incorporados a la flota ocho años antes del enfrentamiento con el Reino Unido.

La participación del Salta en el conflicto tuvo la duración de un suspiro. Antes del intento de recuperación de las islas Malvinas había estado en talleres. Los acontecimientos aceleraron su puesta en funciones. La versión oficial de su rápida desafectación da cuenta de que, durante las pruebas realizadas por este submarino en aguas del Golfo Nuevo, bajo el mando del capitán de fragata Manuel O. Rivero, fue registrada una inusual generación de ruido, circunstancia que -en teoría- lo hacía fácilmente detectable a los sonares enemigos. Se adujo que el problema no pudo ser completamente solucionado antes de que finalizaran las acciones bélicas.

De esta manera, sólo quedaron en pie un submarino moderno, el San Luis, y un veterano, el Santa Fe, para vérselas con la poderosa flota británica. A pesar de que inicialmente el San Luis evidenció complicaciones técnicas en uno de sus motores de propulsión diesel -no iba a ser el único contratiempo-, su comandante, el capitán de fragata Fernando M. Azcueta, se encontraría en condiciones aceptables como para zarpar.

Las penurias del Santa Fe

El viejo Santa Fe zarpó de la Base Naval de Mar del Plata el 27 de marzo de 1982. Llevaba a bordo la Unidad de Tareas 40.1.4, compuesta por 13 buzos tácticos. Su misión original era la captura del Faro San Felipe, en Cabo Pembroke (en las Malvinas), y la demarcación de la playa de desembarco para los vehículos anfibios que participarían de la Operación Rosario, el 2 de abril.



Durante la noche del 31, por el periscopio del submarino se observaron las luces encendidas de Puerto Argentino. De pronto, el equipo de comunicaciones enmudeció. Hubo que perder tiempo arreglándolo. A las 1.53 del 2 de abril llegó la confirmación desde el continente: debían seguir con la operación. Media hora después se lanzaban al mar los botes de goma, llevando los buzos a la costa.

El comando argentino del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur le asignó a la Fuerza de Submarinos la tarea de "destrucción de los buques enemigos mediante el uso efectivo de sus armas". Para tal fin, debían patrullar áreas en la zona de Malvinas, reajustables en función de la información que pudieran proveer las unidades de exploración.

El 12 de abril, en tanto, el San Luis recibía la orden de zarpar hacia el norte de las islas, pero fuera de la Zona de Exclusión Total de 200 millas que había dispuesto Gran Bretaña en torno del archipiélago.
Al regresar el Santa Fe a su apostadero habitual, su comandante, el capitán de corbeta Horacio Bicaín, recibió la orden de alistarse para una patrulla que duraría 60 días, a cuyo efecto embarcaría suficiente combustible, comida y armas.

Debido a la antiguedad del sistema de control de tiro del submarino, los torpedos sólo serían efectivos sobre blancos ubicados a menos de 2000 yardas. Como misión inicial de su patrulla, el submarino debía transportar 20 infantes de marina para reforzar la guarnición en Georgias del Sur.

Imágen del cementerio de las islas

Zarparon la noche del 16 de abril, bajo condiciones extremadamente precarias. Apenas salido del puerto de Mar del Plata, en el Santa Fe se manifestaron varios desperfectos técnicos. Y todavía quedaba por delante un recorrido de casi 1500 millas.

Días después, la Fuerza de Tareas británica emprendía su travesía hacia el teatro de operaciones desde la Isla Ascensión, una base norteamericana en el Atlántico Sur (mitad de camino entre Gran Bretaña y las Malvinas).

El grupo de buques, incluidos los portaaviones Hermes e Invincible, entró rápidamente en estado de alerta antisubmarina debido al avistamiento de supuestos periscopios en las proximidades, que fueron seguidos de varios contactos de sonar. Entre sus tripulaciones cundió el nerviosismo y, de no haber sido por la orden de no utilizar armas antisubmarinas para no interferir en la delicada negociación diplomática, se hubiera agotado la existencia de este tipo de armamento en pocos días.

Dos misiones

El 23 de abril, el Santa Fe fue informado desde el continente sobre la presencia de buques enemigos. Pese a la proximidad de los británicos, el capitán Bicaín aún tenía restringido el uso de sus torpedos sólo para el supuesto de resultar inequívocamente atacado. Difícilmente tendría posibilidad de maniobrar para poder disparar eficazmente su armamento si era detectado. Y el submarino nuclear HMS Conqueror, un hijo dilecto de la guerra fría, estaba en el área dispuesto a consumar su destrucción.


Tras burlar el bloqueo inglés, en la oscuridad de la noche de la jornada siguiente el Santa Fe emergió frente a la Bahía Cumberland y comenzó el desembarco en Grytviken (Georgias) de los hombres y abastecimientos de refuerzo.

Cerca de la madrugada, cuando la tarea había sido completada, zarpó navegando en superficie para ganar velocidad y alejarse. Llevaba una segunda misión, más importante y ultrasecreta: atacar la línea de reabastecimiento británica entre Ascensión y la Fuerza de Tareas, en aguas de las Malvinas. El plan era esconderse en las innumerables caletas de Georgias del Sur y efectuar las reparaciones que fueran necesarias, además de recargar sus baterías.

Blanco de tiro

Entre las nubes bajas y la neblina matinal que rodeaban las islas apareció, de pronto, un helicóptero proveniente de la fragata HMS Antrim que avistó al Santa Fe. En unos segundos el submarino se vio asediado por otros cuatro helicópteros que le dispararon un torpedo, dos cargas de profundidad y cuatro misiles, además de ráfagas de ametralladoras. Como toda defensa, su tripulación, desde la vela del submarino, respondió los ataques con unos viejos rifles que tenía a bordo. La lluvia de plomo caída sobre el Santa Fe provocó daños en su casco que lo obligaron a regresar a Grytviken, donde horas más tarde se produjo la rendición de la guarnición argentina. Durante el combate, un misil que atravesó horizontalmente la vela, sin explotar, le amputó una pierna a uno de los marinos argentinos.

Luego de atracar, y aprovechando la distracción de los británicos por un incidente que le había costado la vida al suboficial Félix Artuso, tripulantes del submarino lograron burlar la guardia y abrieron disimuladamente válvulas y escotillas de la nave, provocando su hundimiento. No sólo el Santa Fe quedó así inutilizable: también el muelle.

Los hechos impactaron en las autoridades de la Armada. El Santiago del Estero, una virtual chatarra, fue secretamente sacado a remolque de la Base de Mar del Plata y trasladado hacia Puerto Belgrano. La maniobra buscaba confundir a la Inteligencia británica, que lo creería en operaciones. Y, efectivamente, aunque el viejo submarino no podía moverse, los británicos creyeron durante el conflicto que estaba operando en patrulla en alta mar, lo cual los obligó a mantener constante vigilancia y desvío de recursos bélicos.





La pérdida del Santa Fe dejaba a la Fuerza de Submarinos, bajo el mando del capitán de navío Eulogio Moya Latrubesse, con sólo una unidad operativa: el San Luis, que el 29 de abril recibió la noticia de que se habían modificado las reglas de enfrentamiento. Quedaba autorizado a disparar libremente sus torpedos en las zonas de patrulla al norte de las islas, pero dentro de la Zona de Exclusión.

El almirante inglés Sandy Woodward, comandante de las fuerzas navales para la Operación Corporate, había desplegado el 1° de mayo un grupo de tres buques y helicópteros antisubmarinos cerca del área designada para el submarino argentino, después de asumir como válido un informe brindado por la Inteligencia británica, que había interceptado y descifrado el mensaje dirigido desde Mar del Plata al comandante del San Luis.

El ARA San Luis

El submarino argentino detectó en su sonar a los tres buques y se preparó para el ataque. Como su computadora de control de tiro operaba en forma defectuosa, la tripulación realizó manualmente los cálculos necesarios para efectuar el disparo.

Eran las 22.5 cuando, a unas 10.000 yardas del blanco escogido y en óptima posición de disparo, el capitán Azcueta dispuso el lanzamiento de un moderno torpedo SST-4 filoguiado. Fueron tres interminables minutos durante los cuales se aguardó impacientemente el sonido de la explosión. Pero ésta no llegó. El cable que unía el torpedo al submarino se había cortado. Los ingleses detectaron la aproximación del torpedo y se lanzaron furiosamente sobre el San Luis. La cacería duraría más de 20 horas, pero fue infructuosa. Entre los pilotos de los helicópteros comprometidos en la búsqueda se encontraba el príncipe Andrés, hijo de la reina de Inglaterra.

ARA San Luis

Más adelante, cerca de las 19 del 8 de mayo, tuvo lugar un nuevo contacto. Esta vez no era en la superficie. En las pantallas de la sala de control del San Luis se observó un desplazamiento inteligente -es decir, que no corresponde a un cetáceo- debajo del agua, a una velocidad de 6 a 8 nudos, y a una distancia de cerca de 3000 yardas. Resultaba difícil la identificación del blanco. Igual, se disparó un torpedo Mk 37 antisubmarino. Transcurrieron doce interminables minutos hasta que se escuchó una explosión. No existen confirmaciones públicas de las consecuencias de este lanzamiento. Tal vez, el torpedo dio contra una desafortunada ballena. Tal vez, contra un submarino británico.

Una nueva decepción

Como parte de los preparativos para los desembarcos británicos en las islas, el almirante Woodward ordenó a la fragata Alacrity que recorriese, la noche del 10 de mayo, de Sur a Norte y en toda su longitud el estrecho de San Carlos, que separa las islas Soledad y Gran Malvina. Debía descubrir si sus aguas estaban minadas y si existían defensas costeras que pudieran comprometer las operaciones. El comandante de esta fragata, capitán Chris Craig, estaba convencido de que se dirigía a una misión suicida. No fue así.

Durante su silenciosa y tensa travesía, detectó un blanco de superficie. Ordenó preparar el cañón de 4.5 pulgadas y luego de algunos minutos efectuó una ráfaga de disparos, haciendo desaparecer el contacto de sus pantallas. Había hundido al transporte naval argentino Isla de los Estados, cuya misión era reabastecer de pertrechos a las guarniciones militares argentinas. Perdido el secreto de su misión, el capitán Craig ordenó poner máxima potencia a sus motores para salir del estrecho y alcanzar a toda velocidad la seguridad de aguas abiertas, donde, además, lo esperaba otro buque de guerra británico.

En la boca del estrecho estaba el San Luis, al que se le apareció, como caída del cielo, la oportunidad -sin saberlo- de vengar al Isla de los Estados. Las condiciones de ataque parecían inmejorables para el submarino argentino. De los dos blancos, la fragata y el Alacrity, escogió a éste, que estaba ubicado entre el submarino y la costa. Luego de preparar manualmente la información para el lanzamiento -la computadora seguía fuera de servicio-, decidió lanzar dos torpedos SST-4 a una distancia de 5000 yardas. Era la 1.30 del 11 de mayo. Uno de los torpedos no salió del tubo y el otro volvió a sufrir el corte del cable de guiado después de dos minutos y medio del lanzamiento. Poco después, sin embargo, registró una explosión lejana. Posiblemente, contra alguna roca del fondo del mar.

La velocidad que llevaban las fragatas británicas impedían al capitán Azcueta intentar un nuevo lanzamiento. No comprendía qué pasaba con sus torpedos. Informó a su base sobre el resultado del último ataque y, dos días más tarde, sin posibilidad de solucionar los percances, recibió la orden de regresar a Mar del Plata. No volvería a combatir.

Temor en pie

Así y todo, los británicos seguían temiendo a la amenaza submarina argentina, por lo que mantuvieron un inmenso despliegue de medios y armamento antisubmarino hasta el fin del conflicto.

De hecho, los escuadrones 820, 824 y 826, de helicópteros antisubmarinos, registraron la mayor cantidad de horas de vuelo de todas las aeronaves que participaron en la guerra, operando desde los dos portaaviones y desde otros buques adaptados con cubiertas de vuelo. Durante mayo, Gran Bretaña mantuvo en el aire constantemente a no menos de cuatro helicópteros antisubmarinos.

ARA San Luis foto del año 1975

Tal era el extremo de la preocupación que, según recientes revelaciones periodísticas británicas, fueron enviados espías a los astilleros alemanes para comprobar el grado de avance en los submarinos TR-1700 que allí se construían para la Argentina.

A su vez, los submarinos nucleares británicos lograron efectivizar el factor de disuasión esperado de ellos a partir de un hecho clave de la guerra: el hundimiento del crucero General Belgrano, el 2 de mayo, por parte del Conqueror.

Los submarinos ingleses cumplieron además misiones de patrullaje, de bloqueo y de pantalla de alerta aérea temprana, avisando a los buques de la fuerza principal la aproximación de las aeronaves argentinas.

También infiltraron en las Malvinas tropas especiales para recoger información de Inteligencia sobre las fuerzas argentinas apostadas allí. Esta misión fue realizada a partir de fines de mayo con un submarino convencional, que resultaba más adecuado para esas costas.

Pero las fuerzas navales británicas no las tuvieron todas consigo. El imprevisto cambio de aguas de diferentes temperaturas y salinidad ocasionó serios problemas a los sonares y a sus operadores, circunstancia agravada por la poca profundidad de las aguas que rodean al archipiélago.

Ni la flota de superficie ni sus modernos submarinos nucleares sub-killer estaban preparados para un escenario de esas características. Gracias a ello, el San Luis nunca se encontró bajo peligro importante, pese a operar dentro de la Zona de Exclusión. Esa fue su única ventaja dentro de una lucha marcadamente desigual.

La batalla del rumor mediático

La guerra de las Malvinas presenta una curiosa dualidad: de un lado puede observarse como la última conflagración del siglo pasado.

Una guerra que para el gran público sólo adquirió visibilidad por medio de la imagen o la palabra.

Los contornos difuminados de un submarino quedan como constancia de la peculiar batalla informativa del otoño de 1982.

En su libro Malvinas: el gran relato. Fuentes y rumores en la información de guerra, Escudero recuerda que el 31 de marzo, dos días antes del desembarco argentino en las islas, Clarín publicó una noticia que parecía proceder de Londres: los ingleses habían enviado a aguas australes al submarino atómico Superb. El Foreign Office se abstuvo de comentar la versión. La prensa argentina había concluido que se estaba frente a la filtración de noticias militares estrictamente reservadas. En vísperas del desembarco, el Superb, consignó ese diario, glosando agencias extranjeras, desplazaba 45.000 toneladas.

El 4 de abril, algunos medios europeos señalaron que el mismo sumergible estaba por zarpar hacia los mares del Sur a la cabeza de la Task Force. El 5 de abril, la agencia de prensa DAN (pool de agencias del ex bloque socialista) lo había avistado a 250 kilómetros del archipiélago. Un día más tarde, la Armada argentina verificó su presencia en la zona, junto con otro sumergible atómico, el Oracle.

El Superb también fue divisado por un piloto brasileño cerca de Florianópolis (Estado de Santa Catarina, al sur del Brasil), quien ofreció una prueba fútil: una foto ilegible.

La confusión no había llegado aún a su clímax: Le Monde habló de varios submarinos y el 12 de abril, Clarín anunciaba la llegada a la zona de sumergibles soviéticos. Cuando la flota británica estaba realmente en los umbrales del teatro de operaciones, el Superb se esfumó de escena para darle lugar a los verdaderos buques y submarinos. El 23 de abril, el Daily Record dijo que el Superb estaba fondeado en costas escocesas. Nunca se había ido de ese lugar.

Sólo en ese momento se reconoció en Buenos Aires que todo había sido un ardid.

Con la colaboración de todos

"¿Quién inventó el submarino? ¿Los servicios secretos británicos, para minar la moral de los argentinos? ¿Los comandos argentinos, para justificar su política agresiva? ¿A quién le había servido la difusión del rumor?", se preguntó Umberto Eco en el prefacio del libro de Escudero.

La manera en que creció la historia del Superb a partir de un rumor y "gracias a la colaboración de todos" despertó el interés del autor de La estructura ausente. Cada uno aportó su grano de arena en la "construcción" del submarino.

Así, según Eco, pudo demostrarse "cómo nos sentimos continuamente tentados a dar forma a la vida con el uso de esquemas narrativos". Un posible mundo mediático puede ser tan eficaz que puede llegar hasta modificar el curso del mundo "real".

Pero para que un relato circule como creíble, precisa Escudero, es necesario una suerte de acuerdo social. "En esto consiste el valor programático de la mentira a gran escala." .


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